
La confusión entre ritual y acto vivido ha puesto nuestra sociedad en situaciones de aprieto, que francamente puede una llegar a pensar seriamente si es esta falta de reconocimiento la que nos mueve a cometer actos que después nos pasamos la vida entera lamentando. Es decir olvidamos que esta muerte que enseña y reivindicamos es una representación que nos sirve para sopesar la valía de cuanto tenemos, que nos pone de manera grave frente a nuestra existencia hasta el punto que podemos decir con Cesar Vallejo en su Sermón sobre la muerte: “¿Para sólo morir,/ tenemos que morir a cada instante?”.
Cuando se olvida que estamos ante un acto recreativo, simulado, teatral en suma y no definitivo, entonces el acto de la muerte se convierte en la orgía de sangre que pretende acallar los miedos interiores posicionándolos en el otro, en el semejante o el extraño. Recuerdo ahora a Rimbaud, poeta francés aclamado por la belleza y travesura de sus versos, que en la desilusión del amor filial sembró la rabia que desfogó con los años de madurez en la cacería de elefantes en África.
La muerte que enseña es la que nos recuerda nuestra condición de seres temporalmente determinados, pero sobre todo la que nos permite sentir nuestro inminente fin. La que corta definitivamente nuestra existencia, ¿qué sentido tiene? Tal vez solo para aquellos que continuamos con vida.
Imágen tomada de: http://unamigountesoro.es/programa-de-actividades-de-la-fiesta-de-la-primavera-tema4551.html
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